Estaba yo en mi terraza un día y
apareció un enorme elefante, tan grande que llegaba hasta mí su cabeza. Yo le
dije:
- Elefante, elefante, ¿qué haces
por aquí? ¿de dónde eres? ¿de dónde vienes?
- Es que me he perdido; salí del
zoo a dar una vuelta y ahora no sé volver.
- Pues yo sé dónde está el zoo,
pero con lo grande que eres, a ver cómo vamos a ir, vas a aplastar los coches
con esas patazas que tienes y puedes herir o matar a alguien.
- Ah, pero yo puedo ir volando
por encima de los edificios. Como tengo estas orejas tan grandes, me sirven
como alas y puedo volar.
- Anda! Como Dumbo.
- Sí, era mi abuelo. Yo soy
Tumbo.
- Bueno, pues si quieres, me
monto encima de ti y vamos volando. Espera que coja mi cartera para volver
luego en metro. Y algo de abrigo, que volando por el aire se puede coger frío.
Así que me monté en el
paquidermo, me puse unas toallas enrolladas como asiento, para ir más cómodo y
¡a volar! Tumbo se alejó de la barandilla para poder mover sus orejotas, lo
hacía cada vez más fuerte y nos fuimos elevando y avanzamos un poco, cada vez
más y más. Los vecinos se asombraban, pero no les dio tiempo a hacernos fotos,
nos movíamos muy rápidos.
Yo le iba indicando al elefante
la dirección. Teníamos que cruzar toda la ciudad, porque el Zoo está al Oeste y
yo vivo en el Este. Yo le iba indicando al elefante qué era cada cosa.
-Sube, no te vayas a dar con el
Pirulí. Luego la Torre de Valencia, la Puerta de Alcalá, la Telefónica en Gran
Vía, dimos un pequeño rodeo para no engancharnos con el Funicular, esquivamos
el Faro de Moncloa. Y al pasar por el Palacio de la Moncloa le dije:
-Ahí vive el malo del Presidente.
-¡Ah, sí! Pues toma.
Y soltó una inmensa cagada que
manchó los techos del Palacio, los lujosos coches que había a la puerta y al
mismísimo Presidente que estaba recibiendo no sé a quién.
-Pero elefante, ¿qué has hecho?
Ahora irán a por nosotros, vamos a cambiar de dirección, que no sepan que vamos
para el Zoo, tira al contrario, por el Monte del Pardo. Y al pasar por encima
del Palacio de la Zarzuela se me ocurrió decir:
-Este que vive aquí también tiene
mucha culpa.
Ni corto ni perezoso, el elefante
soltó otra inmensa cagada que alcanzó a la mismísima Letizia, que tomaba el sol
en el porche.
-Pero ¿qué has hecho, elefante?
¿cómo se te ocurre? Ahora sí que van a ir a por nosotros de todas, todas. Vamos
hacia el Norte.
Pasamos por El Pardo.
-Aquí no se te ocurra, que aquí
vivió Franco. Sigue.
-Oye, que yo tengo hambre y sed,
que el vuelo me está dando apetito. –Me dijo el elefante.
-Un poco más allá, que aquí
estamos muy cerca y hay mucha gente.
Llegados a la Sierra bajamos y el elefante se infló de
hierbas y hojas y de agua fresca. Yo, nada, pero con la impresión y la emoción
no tenía ni hambre. Me dormí como un bendito, sin bajarme del elefante por si
había que salir pitando.
A la mañana siguiente hicimos una
paradita a la espalda de un hipermercado, donde me proveí de comida para mí,
que yo no como hierba. Sobrevolamos España y cruzamos los Pirineos.
En París.
Tras una paradita en Las Landas para
que Tumbo se alimentara a su manera y yo a la mía, llegamos a París, la Capital
de Francia, la Ciudad de las Luces.
Divisamos una gran columna de
humo y nos aproximamos, sorteando la Torre Eiffel.
-Mira Tumbo, es la Catedral de
Notre Dame, que está ardiendo. Qué pena, esa maravilla, ese gran templo de la
Cristiandad, esa joya del gótico.
Yo lloraba de pena.
-No te preocupes, Pepeluis. Yo lo
puedo apagar con mi trompa.
-Pues vamos, Tumbo, aprisa.
La gente rezaba, los bomberos
apenas podían acercarse. Pero Tumbo se paró junto al Sena. Con su larga trompa
recogía el agua, se volvía hacia la gran catedral y soltaba un chorro a presión
que ríete de las mangueras de los bomberos. Y una vez, y otra, y otra. Así fue
como apagamos el fuego. Y ya se pudieron acercar los bomberos y apagar los
rescoldos. Luego presumieron, pero la verdad es que fue mi elefante quien lo
apagó. Guiado por mí, claro.
Pero en esas estábamos, tan
contentos, cuando a Tumbo se le relajaron los esfínteres, porque también había
tragado mucha agua, de tanto sorber y expulsar. Así que con el Sena medio seco,
Tumbo echó una meada que cambió el color del río, que se puso amarillo. Y
echaba un hedor. Y no contento, ni corto ni perezoso, soltó unas plastas que
válgame. Qué plastas más grandes! Y cómo olían!
Para qué queremos más! Con lo que
son los franceses, tan finos, tan limpios, tan amantes de los perfumes. Bueno,
hay quien dice que los utilizan para tapar sus malos olores.
Desde una orilla, los franceses
decían:
-qu'est-ce que c'est? qu'est-ce
que c'est? – Que suena Quesquesé? Quesquesé? Y Significa ¿Qué es esto? ¿qué es
esto?
Y desde la otra orilla
respondían:
-C’est merdé! C’est merdé! – Que
suena Sé merdé!, sé merdé! Y significa Es mierda o Está jodido.
Así que yo vi que la cosa se
ponía fea entre el quesquesé y el sémerdé.
-Vámonos corriendo, Tumbo, que
estos desagradecidos nos van a linchar.
-Pero estoy desfallecido,
Pepeluis, he bebido mucho, pero tengo que comer.
-Vamos cerca, corre.
Y nos fuimos a pocos kilómetros,
al Bois de Boulogne, un Bosque que es un Parque magnífico, con los mejores
árboles de todo el mundo. Como estaba vacío, porque todo el mundo estaba
pendiente del gran incendio, mi elefante se puso las botas, o sea, que comió
hasta reventar de los mejores árboles. Se lo había ganado, aunque esos
franchutes no lo supieran agradecer.
Luego dormimos. Tumbo se tumbó y
yo le usé como almohada, aunque lo podía usar de colchón, y varios más como yo.
Pero no sería tan cómodo, porque respira y ronca y se despierta, y si estás
encima te parece un terremoto.
Os preguntaréis cómo me subía y bajaba yo de lo alto del elefante. Pues muy fácil, por la trompa. Para bajar, como un tobogán. Para subir, el elefante me cogía con mucho cuidado con su trompa y me levantaba hasta su cabeza.
Os preguntaréis cómo me subía y bajaba yo de lo alto del elefante. Pues muy fácil, por la trompa. Para bajar, como un tobogán. Para subir, el elefante me cogía con mucho cuidado con su trompa y me levantaba hasta su cabeza.
Al día siguiente nos preguntamos
qué hacer.
-Me gustaría conocer otros
elefantes de algún zoo.
-Estás loco, Tumbo, si nos pillan
nos enchironan. Nos buscan en España, ahora en Francia, toda Europa es
Comunidad Europea.
-Pues vamos donde mis
antepasados, que allí habrá muchos como yo.
-Puf, África está lejos y encima
hay que atravesar el mar y el desierto, lo mismo no puedes aguantar tanto
volando. Y si bajamos nos cogen. Mira, si quieres podemos ir a la India, que
también hay elefantes y no nos hace falta cruzar ningún mar.
Y la India que nos fuimos,
parando en bosques y montañas alejados de los hombres.
En la India
Llegamos a la India y encontramos
una manada de elefantes en una selva. Eran más pequeños que Tumbo, porque Tumbo
venía de África y los elefantes africanos son más grandes que los asiáticos.
Gracias a su tamaño le respetaron
pronto. Y las elefantas se enamoraron de él. Y él se dejaba querer. Incluso una
elefantita se encaprichó de mí, que como tengo la nariz un poco respingona se
pensó que yo era otra especie de cachorro de elefante. Y me tocaba con su
trompa mi nariz. Pero a mí me daba un poco de asco, con aquellos pelos y
aquellos mocos, aquellas narices tan grandes, aquellos agujeros tan profundos.
Y yo le decía:
-No, elefantita, que no puede
ser, que cómo vamos a ser novios tú y yo, que es imposible. Amigos y nada más,
vale?
Era muy mimosa y cariñosa, tengo
que reconocerlo, y me gustaba que me pasara la trompa por las plantas de mis
pies. La verdad es que éramos felices. Me relacioné muy bien con la gente de
los poblados. Enseguida aprendí a saludar. Se dice así:
-Jamalají, jamalajá. Y te
contestan igual, jamalají, jamalajá, llevando el borde de la mano derecha a la
frente, luego al pecho y luego hacia ti, describiendo dos curvas. Es como si te
dijeran que su alma y su cuerpo, su mente y su corazón, te los entregan. Yo les
hacía la señal de la Cruz, para empezar a convertirlos, y se mostraron muy
interesados. Otros te saludan con las dos manos juntas, como si fueran a rezar,
y te hacen una inclinación de cabeza.
Los campesinos nos acogieron muy bien, porque Tumbo les ayudaba mucho. Sus plastas y meadas las depositaba sobre los sembrados, constituyendo un abono excelente. Y a veces también regaba con su trompa. Y les abría sendas por la selva. Y espantaba a los tigres y a las serpientes. Y si había que empujar algo pesado, o arrastrarlo, o transportarlo, allí estaba Tumbo, que era muy servicial. Los agricultores nos daban comida y el clima era muy agradable.
Los campesinos nos acogieron muy bien, porque Tumbo les ayudaba mucho. Sus plastas y meadas las depositaba sobre los sembrados, constituyendo un abono excelente. Y a veces también regaba con su trompa. Y les abría sendas por la selva. Y espantaba a los tigres y a las serpientes. Y si había que empujar algo pesado, o arrastrarlo, o transportarlo, allí estaba Tumbo, que era muy servicial. Los agricultores nos daban comida y el clima era muy agradable.
Éramos felices, pero hete aquí
que se enteró el rey de aquella tierra de nuestra presencia. Era el Maharajá de
Raschipur. Y como aquellos maharajás acostumbran a viajar montados en los
elefantes, le gustó el mío y mandó sus guardias para que se lo llevaran. Y yo
fui con él.
El maharajá le puso unos cordones
muy finos y encima una carroza muy lujosa, de oro, plata y platino y
brillantes, esmeraldas y perlas ensartados. Y se paseaba tan ufano. A mí me pusieron
unos bombachos de seda como si fuera un sirviente, con el pecho al aire. Menuda
pinta tenía yo.
Tumbo y yo estábamos tristes y
fastidiados. Así que le dije:
-Mira, Tumbo, este malvado
maharajá nos ha hecho esclavos. Como no sabe que puedes volar te deja con la
carroza encima, que vale muchos millones. Esta noche me subo y nos volvemos a
España, que ya se habrán olvidado de nosotros.
Y así fue como nos marchamos con
la valiosa carroza y llegamos a Madrid, escondiendo la carroza en un sitio que
yo sólo sé. Cogí algunas piedras preciosas de momento. Y fuimos al Zoo, donde
me despedí de Tumbo con mucha pena, porque nos habíamos cogido mucho cariño. Él
me sobaba con su trompa y yo le acariciaba los mofletes y la frente y le
prometí ir a verle a menudo.
Y ahora soy un hombre muy rico y
me lo paso muy bien y hago regalos a mis amigos. He comprado una finca en la
sierra para que pueda venir Tumbo.
Y colorín, colorado, este cuento
se ha acabado.
José Luis Corral
Aquí estoy en la terraza en la que me encontré
al elefante. Ahora he cambiado mi aspecto, para
que no me reconozcan. Me he dejado bigote y el
pelo para atrás.
al elefante. Ahora he cambiado mi aspecto, para
que no me reconozcan. Me he dejado bigote y el
pelo para atrás.
Presioso y muy ilustrador
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