Blas Piñar ha muerto. Nos hemos quedado huérfanos, pero no
desamparados, porque nuestro Padre en el
patriotismo, en los grandes ideales de Dios, Patria y Justicia, nos ha
dejado una cuantiosa herencia. Somos muchos los que le teníamos por Padre en la
política, en los ideales patrióticos. De él aprendimos a creer exactamente lo
que había que creer en política, sin menguas ni añadiduras. Otros manifiestan
su respeto, e incluso admiración y cariño, pero ya no defienden exactamente los
mismos ideales que Blas Piñar defendió toda su vida. Yo sí puedo y quiero decir
que los defiendo y creo en ellos, exactamente en los mismos que nos enseñó el
gran padre y maestro por excelencia, los ideales que dieron vida a la Cruzada que salvó a
España del liberalismo, del marxismo, de la masonería y del separatismo. Los
ideales de la Tradición Española y del Nacional-Sindicalismo, los que quiso
poner en práctica el Régimen de Franco, perfectible como toda obra humana. Y
cantamos los mismos himnos y enarbolamos las mismas banderas, los mismos
escudos y símbolos, los mismos gestos y saludos, los mismos rituales. Sin que
pretendamos teatralizar el pasado, sin que renunciemos a nuestro protagonismo,
nuestra iniciativa y nuestro ingenio en el tiempo en el que nos ha tocado
vivir, en el que la Providencia ha deparado que cumplamos nuestra propia
misión.
Blas Piñar fue el GRAN
LITURGO DEL PATRIOTISMO.
Porque elevó la liturgia del patriotismo, su puesta en
escena, su vivificación, a la cumbre de la perfección, de la emoción y del
simbolismo.
Así como la teología se queda en un ejercicio intelectual
sin el culto, que no es posible sin una liturgia, sin un rito, así el
patriotismo intelectual se queda aburrido, inane, pobre y raquítico sin ponerlo
en práctica y en acción.
Blas Piñar fue el gran liturgo de esas ceremonias, fruto
maduro de una larga tradición. Le acompañaban las banderas, los escudos, las
canciones, los uniformes, las escuadras formadas, los centinelas que parecían
figura humana de aquellos ángeles que guardan las jambas de las puertas
celestiales. Chicos viriles, apuestos y limpios y chicas bellísimas, renovada
flor de la raza. La juventud
patriota le siguió con entusiasmo.
Pero todo aquello, precioso en sí mismo, que se refleja a
veces en los actos castrenses, requiere el verbo que proclame la verdad.
Blas Piñar era el VERBO,
la palabra patriótica hecha carne, la inteligencia que hablaba. Al oírle uno
sentía que estaba en la Verdad, en posesión de la Verdad. No es que
convenciera, es que comunicaba la Verdad y hacía partícipes y vivífiques de
ella a los que le escuchaban. Era capaz de poner en pie a un auditorio
enardecido al movimiento enérgico de su mano. Tocaba su mentón mientras cruzaba
sobre el pecho el otro brazo e invitaba a reflexionar. Escogía un tono quedo
para llegar muy dentro y luego avivaba el ritmo, que podía terminar en un
verdadero terremoto, en un volcán que levantaba pasiones, que hacía llorar y
emocionaba, manteniendo la atención durante más de una hora seguida de oratoria
arrolladora. Sus brazos extendidos abrazaban a la muchedumbre, su dedo señalaba
vigoroso a los culpables. Se giraba lentamente, majestuosamente, para ver a todos, para mirar a los ojos a
todos y a cada uno, sin parar de hablar, con una ilación absolutamente lógica
del discurso, sin leer, poniendo en el escenario hechos históricos y argumentos
jurídicos, poesía y denuncia, pasado, presente y futuro de un alma pletórica de
memoria, entendimiento y voluntad.
Blas Piñar era el gran PATRIARCA.
No sólo tuvo 8 hijos, 43 nietos y cerca de 70 bisnietos, que se incrementarán
en un futuro. Linaje que no sólo mantiene sangre y apellidos, sino los ideales
con los que él vivió. Pero esa progenie estrictamente biológica o emparentada
se completa con otra estirpe mucho más numerosa, que alcanza millones de
seguidores, en España, en la Hispanidad, en la Europa cristiana y todo el
mundo.
Somos sus hijos aquella generación que militó en Fuerza
Nueva y Fuerza Joven. Los que llenábamos la Plaza de Oriente y los cosos
taurinos, los cines y teatros con más butacas, hoteles, salones, templos,
calles y plazas. Del 66 al 82.
Son sus nietos aquellos jóvenes como los del Movimiento
Católico Español y Acción Juvenil Española y los del Frente Nacional, que
siguieron militando y luchando y creyendo en las horas de la derrota, de la
decadencia, de la putrefacción democrática. Del 83 al siglo XXI.
Son bisnietos los que llegaron a la razón con las modernas
tecnologías, Internet y las redes sociales, los que no han podido oírle ni
verle en persona, pero le buscan en grabaciones e imágenes, los que también se
han conmovido con su muerte y teclean ¡Presente! en sus muros y perfiles. Los
del siglo XXI.
Y vendrán más generaciones. Y Blas Piñar ganará batallas
después de muerto, como el Cid
Campeador.
Fue también SACERDOTE
Y PROFETA. Porque somos un pueblo sacerdotal, que une al cielo con la
tierra, a la Deidad con los pobres mortales. Qué bien significa eso el brazo
derecho enhiesto, apuntando al cielo infinito, al arriba, al más allá. Porque
nació en una generación martirial, que se sacrificó hasta dar su vida por una
España mejor, una España fiel a su esencia cristiana, a su pasado y a su destino. Y toda su vida dio
culto a esa España de Cruzada, a esos mártires, a esos héroes, a esos
servidores abnegados, a esos trabajadores, a esas mujeres y a esas familias que
labraron un porvenir próspero, una España de justicia y paz, de unidad y
fraternidad, moral y laboriosa, que sólo el perjurio y la traición pudieron
deshacer. Y aplicó su PROFECÍA, su testimonio, el de ser testigo de Dios, de la
Verdad, entre los hombres, incluso en contra de los fariseos que traicionaban
al mismo Dios al que decían servir. Denunció la traición, se opuso, señaló con
claridad al enemigo externo y al interno, anunció los males que sobrevendrían y
que desgraciadamente se han cumplido con
creces. Sí, fue Profeta también, aunque nadie es Profeta en su tierra. Por eso
no le votaron. Prefirieron votar a Barrabás la mayoría de las veces, a los que
procuran el genocidio inmenso del aborto, a los que roban la riqueza nacional,
a los que destruyen la familia y la moral, a los que socavan la unidad nacional
y la soberanía de nuestra Patria, enfeudándola a intereses extraños y
extranjeros. Sólo una vez pudo pisar el templo de los impíos, el Hemicirco
maldito de la iniquidad, aupado por cientos de miles de votos fieles, para
denunciar ante los mismos falsarios sus crímenes de lesa patria y de lesa
humanidad. Fue bastante. Brilló como Pablo de Tarso en el Areópago de Atenas.
Fue una vida larga y fecunda, de la que dejó fiel constancia
en sus libros. Demostró que se puede ser un buen profesional y triunfar y al
mismo tiempo formar una numerosa familia. Y que todo ello es compatible con el
servicio entregado y generoso a Dios y a la Patria, con el estudio y con la
oración.
Educado, atento, caballero, generoso y simpático. Tenía don
de gentes. No se
subía a la hornacina para que lo veneraran. No se hacía el sueco disimulado con los que conocía.
Era el primero en acercarse a saludar, en tender la mano y dar el abrazo. Qué
distinto a otros que saludan a escondidas, los amigos vergonzantes.
Cuando la enfermedad le atacó en su don físico más precioso,
su mejor arma al servicio de la Verdad, Blas Piñar siguió cultivando el estudio
y la palabra. Escribía y decía cuanto podía. El 24 me mandaba su última carta,
para felicitar a quienes habían recibido los premios de los Círculos San Juan.
La leíamos el sábado 25, cuando él se agravaba. El martes 28 de enero entregaba su alma
a Dios. De madrugada, como José
Antonio y como Franco. Día de Santo Tomás de Aquino, otra
inteligencia privilegiada y pura. De San Julián, que fue obispo de Toledo en la
época de esplendor de sus concilios visigodos, aunque otros le celebran el 6 de
marzo. Y de San Julián, el Obispo de Cuenca con la que también se relacionó
tanto merced a su estrecha amistad con aquel Obispo maravilloso e
inteligentísimo, con el que tanto congenió, Don José Guerra Campos. Dios
dispone las cosas.
Integridad, coherencia, perseverancia, fidelidad, honor,
amor y dolor.
Adiós, Blas Piñar.
Adiós.
José Luis Corral